sábado, 23 de octubre de 2010

Día de la Independencia

Vivir sola en una ciudad es duro.

Irse a vivir sola a una ciudad es duro.

Más duro de lo que uno imagina. O quizás la diferencia es que sentirlo es más duro que imaginarlo.

Lo bueno es que hay algunos Oasis. Momento en los uno se siente un poquito más cerca de casa. Ayer, los dueños de mi piso, que son una pareja de colombianos, me convidaron de su sopa de pollo. Yo ya había almorzado, no tenía hambre. Pero después de decir que no, lo pensé y acepté. Acepté ese mimo con formato de sopa. (si Malfada leyese esto, se indignaría conmigo)

De todas formas, en esta entrada del blog quiero recalcar las cosas lindas de haberme ido a vivir sola. Cosas que hubiese experienciado de igual manera si hubiese dejado la casa de mis padres por haberme ido a vivir a otra casa en Buenos Aires.

Pero resulta que mis inquietudes, mis intereses, y personas que me fui cruzando en el camino quisieron que mi primera experiencia de independencia la viva en otro continente.

Vivir sola es sólo una forma de decir, vale aclarar, vivo con 5 personas más.

Mientras escribo esto estoy tomando mate en mi rinconcito preferido de la casa. Es un sillón que está lado del balconcito, y que a la mañana entra un sol delicioso.

El otro día usé el lavarropas por primera vez desde que estoy acá. No tengo vergüenza de decirlo: en mi casa me lavan la ropa. Con lo cual el temita del lavado no es mi fuerte, sencillamente porque no lo he practicado demasiado.

El martes me levanté decidida a realizar este quehacer doméstico impostergable. Con muchas fobias: encoger ropa, desteñirla, que de repente el lavarropas empiece a hacer movimientos incontrolables, o que directamente se rompa. Pero había algo que tenía claro: si la mayoría de la población mundial hace esto, tan difícil no puede ser. Los márgenes de error existen, pero tampoco había puesto a lavar alguna prenda demasiado significativa para mí, así que no había mucho que perder.

Hice dos lavados en total. Uno de prendas oscuras y otro de prendas claras. Puse la primer tanda en el lavarropas, la "oscura". Como mi habitación está al lado de donde está el objeto en cuestión, mientras este hacía su labor, me quedé en mi cuarto leyendo, pero siempre pendiente de todos los sonidos. Iba de vez cuando a mirar que todo marche sobre ruedas.

En una de las veces que fui me quedé mirando cómo la ropa daba vueltas (de hecho en un momento no la vi más, y entré en unos segundos de pánico hasta que volvió a entrar en el panorama de la ventanita redonda); y me acordé de mi amiga Anita, que me contó que desde que tiene su casa propia, se queda mirando cómo la ropa da vueltas en el lavarropas, hipnotizada. Supongo que debe haber algún significado místico en esos primeros lavados. Algo así como que por esa ventanita redonda uno va viendo como en un video clip todas las cosas que fue superando, hasta llegar a ese lavarropas, en esa casa. Hace ocho años, o uno para el caso, si alguien me preguntaba en qué casa se iba a encontrar mi lavarropas independentista jamás hubiera imaginado esta casa, en esta ciudad. En cada vueltas del lavarropas había una porcioncita de en lo que me fui convirtiendo pero a la vez está la esencia, que sigue intacta.

Terminé el primer lavado, sin encoges ni desteñidos a la vista y subí a la terraza a colgar mis primeras prendas: era un día hermoso, y la terraza es hermosa. Colgar mi ropa fue mi momento preferido de todo el proceso. Ver tu fruto colgado ahí, a la vista de todos tus vecinos, dan ganas de gritar a los cuatro vientos que lavaste tu ropa sola, y que tienen el mismo tamaño y color originales.

Me gustó tanto colgar la ropa que estuve esperando impacientemente que termine la próxima tanda de lado para subir a la terraza.

Luego de varios amagazos sonidísticos, terminó y pude volver a la terraza con mi broches. Para mi sorpresa, la anterior tanda estaba casi seca. "¡Esto es súper rápido!", pensé, y me puse colgar lo que me quedaba pendiente.

Pero eso requería superar un conflicto que me se había presentando: esta segunda tanda, era en un 90 por ciento, ropa interior,que si bien había estado lavando a manoen estos días, la puse en el lavarropas. La pregunta era la siguiente: ¿está bien que cuelgue mi ropa interior a la vista de todos los vecinos no sóllo de mi edificio, sino también de los edificios aledaños?

Miré la terraza de otro edificio, y había una señora colgando, entre otras cosas, su bombachón blanco. Entonces, yo tambiém puedo colgar mis bombachas, me dije. Pero la diferencia era que mis bombachas no son lisas como las de la señora. De hecho, tengo una sola bombacha blanca común; las demás son de todos tipo: culottes. tangas, vedetinas; a lunares, con notas musicales, a corazones, motivos psicodélicos...yo en mis bombachas estaría exponiendo mucho más de lo que señora de bombachón blanco deja ver de sí. Pero colgarlas en mi cuarto no podía, por una cuestión espacial, así que llegúe a la conclusión de que, evetualmente, iba a tener que acostumbrarme a esa exposición. Quízás a aquella señora le gustaría poder exponer algo más arriesgado y divertido que un bombachón blanco, al igual que a mí me gustaría exponer algo de más bajo perfil que un culotte con cerezas estampadas.

Las empecé a colgar, bien juntitas, para que, al menos pasen más desapercibidas. Formaban un hermoso crisol a decir verdad.

Bajé, terminé mis lecturas pendientes, almorcé y me fui a la facultad.

A la noche volví con el espíritu un poco por el piso. Pero mientras estaba subiendo los 4 pisos de escalera recordé que había algo a lo cual aferrarme: tenía pendiente la tarea de ir a buscar mi ropa recién lavada a la terraza.

Subí, empecé a descolgarla prenda por prenda, y olía cada una. Puedo jurar que el olor de la ropa lavada por uno mismo es mil veces más rico que cuando te la lava otro.

Volví a mi cuarto, guardé mi ropita bien oliente, y me fui a bañar.

Ansiosa por ponerme mi pijama y mi culotte con cerezas estampadas, con olor independentista.

martes, 12 de octubre de 2010

Y por fin, desde Barcelona...

He aquí viviendo en una nueva ciudad. Una bella ciudad.

Barcelona.


Hay miles cosas que uno piensa que cambiaría de sus hábitos de vivir en otro lugar. Es como cuando uno piensa que si tuviese más tiempo iría al gimnasio todos los días. Pero no es así.



Hay algunas cosas que cambian. Hábitos, sensaciones. Antes de venir, Maxi (quienes leyeron la entrada acerca del admirador secreto,saben muy bien quién es), quien tuvo mucho que ver con este viaje, y quien estuvo en mi misma situacion en esta misma ciudad, me contó de cómo la nostalgia y la lejanía le daba otro significado a las cosas. Me decía:



-¿Sabés lo que es ir caminando por calle, siendo extranjero, por la ciudad en la que vivís? ¿O la emoción de que tu mamá aprenda computación sólo para poder verte por la camarita? ¿Escuchar tango allá, ver a Ramón-su perro-, por la camarita? Eso es maravilloso vivirlo.



He aquí algunos hábitos o sensaciones que cambiaron en estos más de quince días que llevo acá.



Cosas que cambiaron:
  • la manera de interpretar las letras de las canciones: hoy me pasó particulamente con una canción de Jorge Drexler que se llama "Equipaje" (de hecho la posteé en el Facebook) y habla de Barcelona. Ay, claro, es re obvio, dirá quien lea esto. Pero la cuestión es que cuando estaba en Buenos Aires siempre pasaba está canción. Sí, claro, sabía que mencionaba Barcelona, Gaudí, y las gárgolas del Gótico, pero no me gustaba demasiado. Estando acá entro en el clima de la canción, en los momentos, en los sonidos.
  • Costumbres argentinas: siempre fui de tomar mate. Pero soy una mateadora de la tarde más bien. Al menos lo era en Buenos Aires. Y tampoco tomaba mate todos los días. Acá, una suerte de eventos y de circunstancias hicieron que desayune y meriende con mate (que me regaló especialmente mi amigo Franco, y me lo curó mi hermana): llegué y no tenía nada para comer y era fin de semana, y las calles estaban atestadas de gente, por una festividad muy importante y masiva de acá que se llama Festes de la Mercé. Sólo tenía la bolsa de golosinas que me había regalado mi prima, el mate, la bombilla y la yerba, obsequio también de mi prima. El mate y esas golosinas, que era lo unico comestible y bebible que tuve hasta que fui al super, fueron mi refugio esos primeros días. Mi gasolina.
  • Argentinidad al palo: cuando uno está allá piensa "uy, ¡un bajón, porque en Barcelona hay un montón de argentinos!" Pero me ocurrió que cuando empecé el Máster y me di cuenta de que soy la única argentina a expeción de un viejo argentino naturalizado catalán, me dio cosita. Necesitaba complicidad. Necesitaba hablar en el subte con alguien acerca de dónde conviene comprar la yerba, de la diferencia entre el Euro y el Peso, o de las similitudes entre España y Argentina. La realidad es que estando tan lejos, uno siente la necesidad de fraternizar con gente que venga de su mismo lugar. Por lo menos un poquito.

Cosas que no cambiaron:

  • La pereza: y sí, es un pecado capital (más allá de que no soy católica), así que como todo pecado es universal. La pereza existe. Siempre, donde sea. Para los que nos gusta dormir es difícil despegarnos de la cama, aunque afuera te esté esperando una ciudad que recibe no se cuántos turistas al día. Dormir es lindo siempre, y donde sea. Y despertarse es doloroso siempre, en Buenos Aires, Machu Pichu, Nueva Zelanda, China o Barcelona. Esto se extiende a la pereza deportiva. Aún estando cerca de la playa, la pereza existe, siempre. Uno piensa que no. Que en otro lado, hay cosas que cambiarían en uno. Pero la realidad es que hay cosas que nunca cambian, a menos que uno decida cambiarlas. Para que conste, he salido a correr alrededor de 4 veces. Sé que no es una gran cifra. Pero estoy contenta.
  • Perderme: con Guía T, con el mapa que me dieron en la oficina de Turismo del Ayuntamiento de Barcelona, da igual, siempre me pierdo. Es parte de mi esencia y de mi encanto. Y no hay nada que pueda hacer al respecto, más que perder el orgullo y preguntar a alguien para encontrarme de vuelta.
  • Ir por las calles sin mirar el nombre: este punto, claramente, está íntimamente vinculado con el anterior. Si estoy por el microcentro, y alguien me pregunta por la calle Viamonte, tengo que pensar mucho, tengo que hacer conexiones en mi cabeza desde los lugares que frecuento, y después, al cabo de al menos 20 segundos de trabajo relacional, puedo contestar, y con miedo a estar equivocada. No le doy bola a los nombres. Me fijo en los balcones, en las ofertas, en los carteles. Pero nunca en los nombres. Y eso tampoco cambia acá, por más que esté paseando por el Passeig Picasso.
  • La indecisión: qué celular comprar, con qué agencia. Qué café. Qué fideos. Donde ubicar mis cosas en la habitación. Cuándo poner a lavar la ropa. La indecisión es mi mochila constante, y que, naturalmente, traje sobre mis hombros hasta Barcelona.
  • Rayar zanahoria: sí. No estoy hablando metaforicamente. Rayar la zanahoria es un embole. Donde sea. No se crean que cerca del Mediterráneo es menos tedioso.

Adeu a todos, desde mi ventana barcelonesa.